(Ofrezco algunas de las revelaciones y cotilleos dietéticos acerca del Hollywood clásico que me brindó y desgranó en San Francisco James Althusser durante una confusa francachela donde quedó desgarrada parte de mi juventud, allá por el otoño de 1999. James Althusser es historiador de cine y periodista. Actualmente vive recluido en una clínica de desintoxicación en San Diego. Prepara un libro sobre la zoofilia en los años dorados de la Meca del cine. Me ha comunicado a través del correo electrónico que ningún editor se ha ofrecido a publicar tamaño ensayo).
EN 1959, tras concluir el rodaje de Sed de Mal, Charlton Heston aconsejó a Orson Welles que caminara todos los días más de una hora y que cenara solo fruta y verduras si deseaba menguar de volumen. Welles, que pesaba por entonces casi 150 kilos, puso una mano en el hombro del actor y respondió: “Hice eso hace cinco años durante un mes y lo único que conseguí fue tener más apetito y ponerme más inmenso. Además, Charlton, ya tengo asumido que moriré gordo. Soy Orson Welles y no es imaginable un Orson Welles flaco”.
En sus años de esplendor Liz Taylor pasaba varios días en ayunas después de la parranda de Nochevieja. A la Taylor le preocupaba sobremanera el tamaño de su papada, que solía ser más voluminosa después de las fiestas navideñas. Doris Day también sufría por la misma causa. En enero de 1964 Rock Hudson se encontró con Day en una tienda de Beverly Hills y le preguntó qué tal se encontraba, pues la veía alicaída y taciturna. La actriz contestó: “Muy hambrienta”. “Estás muy pálida. Si quieres, te invito a comer”, propuso Hudson. “No me hables de comer. Estoy a régimen. He comido demasiados dulces en Navidad”. Al final, Hudson logró convencer a Day y ambos se asestaron un rotundo banquete en un carísimo restaurante oriental de L. A. Cuando terminaron de almorzar, Day prorrumpió en llanto y acusó al galán de ser un malvado homosexual que deseaba ver feas a todas las mujeres guapas. Hudson tardó más de una hora en tranquilizarla.
Antes de ser princesa de Mónaco, Grace Kelly se acercó durante un díscolo guateque a Gary Cooper y le comentó en tono amable y burlón que era injusto que ella tuviera que pasar la velada sin poder comerse un canapé mientras él se ponía morado a foie y queso galo. Cooper era de los pocos actores que no necesitaba ponerse a régimen. Comiera cuanto comiese, siempre estaba delgado, perfecto, casi divino. “Mirarle a los ojos era como mirar a Dios”, contó Sarita Montiel hasta la saciedad. Henry Fonda también se pudo permitir el lujo de comer lo que se le antojaba. Shelley Winters, un bombón rubio que terminó siendo una maravillosa y deliciosa bombona de carne, le preguntó a Fonda qué demonios hacía para mantenerse tan estilizado y esbelto a sus setenta años. Fonda sonrió y se encogió de hombros. “Lo siento, cariño, pero tengo la mala suerte de no engordar, a pesar de que no hago más que intentarlo”. Winters casi le abofetea. No hay duda de que Fonda nació con estrella. Cuando un reportero preguntó a John Ford qué coño era el cine, el genial director respondió: “Vea usted caminar a Henry Fonda: eso es el cine”. John Wayne, que también era un espectáculo cuando andaba, sí precisó de dietas para mantener a raya su tripita. Antes de empezar el rodaje de Río Bravo, John Ford le vio un poco mustio y se interesó por su estado. Wayne le confesó la verdad: se sentía fondón y tenía miedo de que el público notara su incipiente complejo físico. Ford contestó: “No seas idiota. Eres John Wayne, no Gary Cooper, y tú papel no es ser el guapo, sino el que impone respeto y miedo”. Desde aquel día Wayne no volvió a ponerse a régimen.