ENCIENDO el televisor y me acomodo en el sofá para ver el informativo de una destacada cadena. La noche ya manosea las farolas de la calle y la ciudad es un frío estofado de abrigos tímidos y titubeantes. Mi mano derecha sostiene una lustrosa y rechoncha botella de cerveza holandesa y mi intestino se encuentra de un humor magnífico. Me siento un privilegiado y no me siento culpable, aunque el cursi y falaz espíritu de esta época nos exija a todos sentirnos responsables de todos los marrones del planeta. No he robado a nadie ni he traicionado a ningún menda para poder permitirme este lujo tan poco lujoso, de suerte que me dispongo a engullir este pedazo de ocio como un honesto caníbal se apresta a devorar los suculentos glúteos de un turista despistado. Este símil es ordinario y denota escaso gusto, pero no me encuentro con fuerzas para buscar otro.

Seamos felices por un rato, cojones, me dije en voz alta tras echar un trago de cerveza y clavar el cansancio castaño de mis ojos en el televisor. Entonces aparece en la pantalla un presentador empachado de seguridad en sí mismo, ebrio de amor por el sonido de su voz, un tipo que sabe hablar y al que pagan una buena pasta por hacerlo. Y me parece muy bien: desear que la gente gane menos que uno es comprensible humanamente, pero es una muestra de que se es un miserable o de que se puede llegar a serlo. El presentador empieza a contar cosas y cuenta cómo la exministra Ana Mato y el socialista Eduardo Madina, junto a otros 62 exdiputados, cobrarán un generosa indemnización del Congreso por cese y por hallarse en paro. La noticia ha generado polémica y el periodista al que estoy viendo y escuchando no está dispuesto a dejar de alimentar esa polémica brindándonos taimadamente algunos juicios de valor.

Con una voz de activista escandalizado, el veterano informador empieza a recitar con retintín las cantidades que percibirán los ilustres parados tratando de despertar la indignación y la rabia de los telespectadores. La mirada de este locutor–predicador parece pregonar: “Fíjate, colega, tú sigues siendo un piernas, un muerto de hambre, y estos políticos de mierda siguen chupando de la ubre pública”. Mi buen humor empieza a atenuarse, a perder peso. He aquí otro locutor engreído y adinerado que, en vez de informar, solo nos quiere dar lecciones de supuesta solidaridad para que veamos que es un tipo enrollado y que está con el pueblo, aunque lleve años sin oler de cerca la desolación de un parado y apenas le preocupe la basura de sueldo que cobran muchos de sus colegas periodistas, algunos de los cuales tienen que pagar por trabajar en su oficio.

Mi buen humor se desvanece súbitamente cuando este tipo menta a Eduardo Madina con velada sorna y anuncia cuánta plata le van a meter en el bolsillo para que el socialista vasco sobrelleve su situación de desempleado. No voy a entrar a discutir a fondo si todos los exdiputados en paro merecen esa indemnización. Cada cual tendrá su propia opinión o sus propios resentimientos. Conviene, no obstante, advertir que algunas personas muy marcadas públicamente no tienen fácil cazar un currelo. De cualquier manera, creo que a Eduardo Madina, precisamente a Eduardo Madina, no se le puede poner ningún pero. Madina se ha ganado esa indemnización y otras tantas. Perdió una pierna en un atentado de la ETA y a punto estuvo de irse al otro barrio por recordar en Euskadi que poner bombas no es de gente decente. Y no todo el mundo lo ha hecho.

Pero lo más grande y noble de Madina es que nunca ha exigido una venganza disfrazada de justicia, sino que ha pedido cabeza fría, serenidad y reconciliación. Por eso hay gente que le desprecia y por eso, tal vez, se ha quedado en el paro. Un político tranquilo y armonizador en España es una criatura que indigna a los promotores de cabreos colectivos. Madina, que como todos los mortales tendrá sus defectos y sus prejuicios, encarna nítidamente la civilización en un país rico en energúmenos fascinados con la revancha y con el ejercicio de la chulería tertuliana y de la intimidación verbal.

Fotograma de Ciudadano Kane, de Orson Welles.
Fotograma de Citizen Kane, de Orson Welles.

Que este gentilhombre no ocupe ya un escaño en el Congreso de los Diputados testimonia la apoteósica degradación de nuestra política, zarandeada a izquierda y derecha por tipejos que apestan a odio guerracivilista y por chiquilicuatres palurdos y arribistas que se creen que el mundo se arregla de sopetón siendo maleducad@ con unos milicos o tratando de imponer una estética de mochila perpetua para ocultar su falta de estilo en el vestir. Regatearle a Eduardo Madina unos duros es simple y llanamente de rufianes.

El locutor del que estoy hablando –como otros tantos informadores sobrados y moralinas que proliferan por ahí– está en su derecho de hacer populismo para adular y encrespar a las ya enrabietadas audiencias, ávidas de hallar más culpables a su infelicidad, pero otros tenemos derecho a considerarle un elocuente impostor vestido de limpio que, a salvo de la exclusión social en el seno de su confortable y luminoso set, se dedica básicamente a desprestigiar gratuitamente la política para parecer un héroe del cuarto poder. Cuarto poder, dicho sea de paso, que se pavonea en España de denunciar la corrupción de la clase política pero que no denuncia la que habita en sus propias despensas. Algún día, cuando las cosas estén más tranquilas o menos emputecidas, tal vez se estudie cómo algunos afamados denunciadores de corruptos también eran corruptos. ¡Cuántos sobres han circulado por las redacciones de algunos medios para callar bocas y detener plumas! ¡Cuántas putas y putos de lujo se han pagado para comprar silencios o halagos! ¡Y qué rápido y diligentemente han emergido a la luz los casos de corrupción en cuanto los sobres o las putas y putos no han llegado a determinados encargados de crear opinión y de decidir a quién hay que linchar!

A buen seguro, el locutor del que he hablado en esta nota mostrenca cobrará una potente indemnización cuando le despidan o se esfume de esa cadena para seguir soltando sermones de pacotilla en otra. Y será una necedad negársela. Todos, incluso los correveidiles y los calientacráneos poseídos por una ética postiza, deben recibir su indemnización. Porque es una pesadez aguantar las jeremiadas de los privilegiados que van de defensores de los pobres y de los parias en cuanto no pueden gorronear lo suficiente. Y porque si hubiera que indemnizar con arreglo a una ejemplaridad total y absoluta, aquí no cobraría ni Dios.