A una determinada edad se pierden la honradez y la valentía para reconocer que las generaciones venideras disponen de las mentiras y argucias necesarias para adaptarse al mundo. En toda persona madura y relativamente reflexiva anida la inconfesable esperanza de ver fracasar a quienes han de enterrarle. Resulta sofocante para los pulmones del ego tomar conciencia de que no vendrá el diluvio después de nosotros, sino otro delirio de naciones y de retóricas, otra masa de monos ambiciosos y charlatanes. El instinto de conservación lanza un chillido silencioso (sanguíneo) cuando se contempla el descaro y la fresca vanidad de un joven que se atreve a proclamarse emperador de sus balbucientes y verbeneras utopías, de sus caprichos y entusiasmos elevados a sistemas de pensamiento.

Para ensordecer los sollozos de nuestra envidia, palmoteamos cariñosamente el halo de esta nueva criatura sedienta de atropellos y bullente de alucinaciones. Una vez solos, nos expandimos en nuestro genio de depredación y nos burlamos del ejemplar de simpleza y puerilidad al que acabamos de bendecir falsamente. Y exclamamos con fingido regocijo: “¡Pobre humanidad, cómo te has idiotizado. La verdad es que no te concedo demasiado tiempo! Pero si queda un asomo de honestidad en nuestra conciencia o un gusto postrimero por ensayar mortificaciones, enseguida reparamos en que el aprendiz de humano, pese a la ceguera que le confiere la inocencia, atesora el don más primordial en un principiante del vivir: la capacidad de sublimarse, de ingerir intelectualmente enormes espacios cósmicos, de hincharse metafísicamente, de sentirse, en fin, rascacielos psíquico de la historia (Todo joven que no sabe o que no quiere endiosarse acaba despedazado por la mezquina sofística de sus mayores). Comenzamos a debilitarnos cuando admitimos, por cansancio o por amago ascético, que la sabiduría solo sirve para tomar mayor conciencia de que una nueva estirpe de risueños ególatras está preparando los crematorios donde ha de humear la carne de nuestro olvido.
“Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros cantando”, escribió Juan Ramón. Este exquisito paladín del narcisismo, que tuvo agallas para tratar de embutir el centro del universo en el abismo de su megalomanía, habría sido incapaz de escribir: “Y yo me iré. Y se quedarán los hombres viviendo”. ¡Qué tranquilizador es para un espíritu engreído pensar que después de su paso por el mundo solo se oirán los trinos y gorjeos de unos pajarracos o el ladrido de un chucho atado al silencio de una tarde seca! ¿Cómo va a tolerar un alma con tamaño blindaje lírico y con una fatuidad tan olímpica que le sobrevivan unos seres semejantes a él!
La raza humana es como un Juan Ramón épico y colectivo en su dimensión estrictamente escatológica. No es completamente sincero quien asegura irse tranquilo sabiendo que otros proseguirán su trabajo, de ahí que se cuestione tenaz y sibilinamente la inteligencia y el discernimiento de las nuevas jaurías de lobos racionales. Y no le faltará razón a quien solo columbre ambición, glotonería y lujuria en los herederos de las civilizaciones. Y se equivocará quien crea que una nueva generación no puede sobrevivir solo con ambición, glotonería y lujuria. ¿Qué es una nueva generación sino una síntesis brutal y ruidosa de esos motores? Nos guste o no, la comedia del futuro está siempre asegurada, puesto que no faltan imitadores de lo humano dispuestos a mitificar los estruendos de una época.