HE leído de tres tirones la última novela de Michel Houellebecq, Soumission (Ed. Flammarion), y no he hallado en sus renglones ni una mota de islamofobia, sentimiento que las pandillas de lo políticamente correcto, tan ancladas en la bahía de literalidad y tan incapacitadas para asumir las ironías de la ficción, atribuyen pertinazmente a ese autor galo. Ciertamente soy de los que consideran que no es islamófobo platicar con humor y desenfado de ciertos ingredientes de esa religión tan vociferante como rotunda de la misma suerte que no considero anticristiano ni blasfemo disfrazarse, por ejemplo, de Papa o de Arzobispo de Canterbury para rescatar del hastío una fiesta de cumpleaños o para estimular una soporífera despedida de soltero atestada de bailarinas en pelota pero desprovista de calidez y de verdadera camaradería. Los fanáticos, no obstante, vislumbran blasfemias (o embriones de blasfemia) en cualquier broma que aluda a lo religioso. Sea como fuere, conviene recordar aquellas palabras de Antonio Machado: “La blasfemia es una oración al revés”. Algo de razón debía de tener el vate sevillano, pues algunas confesiones fatigadas y vetustas encuentran bombonas de oxígeno en los supuestos insultos que se dirigen a su divinidad. En mi opinión, quien no se ha cagado en su dios o en sus penates alguna vez en su vida no puede atesorar demasiada fe. Una religión empieza a domesticarse cuando la mayoría de sus fieles acoge con indiferencia las chacotas y sátiras que se pergeñan sobre ese credo. Un cura de mi infancia me comentó una vez: “Si no encuentras a Dios, insúltale y verás cómo empieza caerte bien”. Aquel cura dejó de ser cura y, pasado el tiempo, yo abandoné paulatinamente el catolicismo por no encontrar presbíteros y eclesiásticos como aquél.

Michel Houellebecq
Michel Houellebecq

Soumission nos presenta una Francia futura que se encuentra zarandeada por espasmos sociales y políticos y que acaba siendo regida por un presidente musulmán rebosante de simpatía y de inteligencia, un musulmán que (no es broma) se propone aplicar en la nueva Galia el distributismo católico de G. K. Chesterton y de Hilaire Belloc. El distributismo, para quien no lo sepa y desee saber en qué consiste, es una tercera vía económica que desdeña el capitalismo y el socialismo. Puede resumirse en las siguientes palabras de Chesterton: “Demasiado capitalismo no quiere decir muchas capitalistas, sino muy pocos capitalistas”. Pues bien, el presidente francés (y mahometano) ideado por Houellebecq es un tío abierto que no tiene reparos en apropiarse de diferentes migajas del pensamiento occidental con el fin de poner los cimientos de una nueva Europa vertebrada no en los principios humanistas de la Ilustración, sino en los andamios de un Islam moderado y sugestivo pero tenaz y riguroso a la hora de desterrar la minifalda de las calles y de expulsar a las mujeres del mercado laboral. Incluso comparece en la novela otro personaje, también musulmán, que encuentra puntos en común entre la fe coránica y el pensamiento de Nietzsche. Houellebecq ha creado unos tipos islámicos refinados, sofisticados y muy razonables, nada caricaturescos y muy alejados de ese cliché del musulmán bestia, gritón y aplicado zurrador de hembras. No obstante, lo más sustancioso y sabroso del texto lo constituye la versátil y derrotista psicología de su protagonista, un laico profesor universitario admirador y experto en Huysmans y cuya indolencia y ennui le transforman en la metonimia diáfana de un agnosticismo y ateísmo europeos al borde de su inmolación. No es necesario brindar más detalles del argumento. Quien conserve las neuronas necesarias para leer novelas en tiempos tan enemigos de la concentración y del humor y quien aprecie los artefactos de imaginación y de ingenio, no se sentirá defraudado si se empantana en la lectura de esta obra. Soumission es básica (y afortunadamente) literatura, esto es, vívido ejercicio de fabulación, albañilería del lenguaje y de la sintaxis, invención lúdica y festiva de situaciones y de reacciones, cocina de matices, discurso relativista e hipotético (y no apodíctico ni apologético) sobre el mundo y la vida, exposición y descripción sin tapujos de las contradicciones humanas, despliegue y entreverado de tramas y uso profesional y cordial del suspense, de la sátira y del sarcasmo.

Nada se halla más distante del dogmatismo, del odio y de las ideologías totalitarias que una verdadera novela, que ha de ser fábrica de ambigüedad y de claroscuros. Le pese quien le pese. Es obvio que no han leído esta obra (ni la leerán) quienes ya se han apresurado a emparentarla con una suerte de periodismo doctrinario al servicio de la exclusión y de la xenofobia promovidas por las huestes de la muñecota Le Pen. También es obvio que la lenta decadencia (o metamorfosis) de Europa discurre en paralelo a la animadversión soterrada y creciente que los ideólogos políticos y los toscos moralistas de las derechas y las izquierdas más farrucas están alimentando contra algunos autores de ficción, a quienes incluyen en la estirpe de los irresponsables y de los reaccionarios si osan usar como trasfondo de sus historias asuntos espinosos y supuestamente intocables de un modo particular, cómico e inédito.

Soumission no es un panfleto antimusulmán ni un catecismo de asalto para franceses fascistas y antiárabes, que los hay. Soumission no es más que otra novela inteligente e indispensable que describe un mundo en constante transformación y que narra una de las historias más antiguas y eternas, a saber: cómo los seres humanos, por puro instinto de conservación, acabamos siendo sumisos a las ideologías dominantes y a los credos que controlan el capital. La buena literatura nos enseña a asumir poco a poco nuestra mediocridad y, tal vez, a reírnos de nuestras adolescentes y mesiánicas pretensiones de heroísmo. De ahí que Soumission, como toda novela auténtica, irrite y enfurezca a quienes se creen demasiado buenos e inmaculados para este mundo.