(Relato inspirado en un ya remoto viaje a Cataluña que me hizo sentirme inteligente y lúcido, aunque luego caí en la cuenta de que no tenía motivos para sentirme así, pues volvió a apoderarse de mí la dislexia y tuve problemas para dialogar fluidamente con un gasolinero de Sabadell (también disléxico) que no platicaba en castellano ni en catalán. Si alguien desea conocer la opinión del autor de este blog sobre una hipotética independencia de Cataluña, que lea esta crónica. Si, al concluir la lectura, sigue sin vislumbrar cuál es mi auténtica opinión sobre asunto tan trascendental y, por ende, tan tedioso y prosaico para las generaciones venideras, le rogaré que reflexione sobre estas palabras de Goethe: “El orgullo más barato es el orgullo nacional, que delata en quien lo siente la ausencia de cualidades individuales”. Goethe podría estar equivocado, pero esa posibilidad me importa un cuerno. Desde que sigo prudentemente los consejos del Zeus de Weimar (en algunas cuestiones) mi tránsito intestinal ha mejorado ostensiblemente).
HACE años tomé café con unos jóvenes catalanes en Agullana, hermoso pueblo gironés sobre el cual los pirineos orientales derramaban su aliento a nieve fundida y a pinar musculoso. Aquellos jóvenes eran independentistas en dos sentidos. Deseaban una Cataluña independiente, pero sobre todo aspiraban a abandonar la casa de sus padres para alcanzar una plena emancipación económica e intelectual. Eran chicos muy simpáticos, pero había uno que parecía recién salido del mejor circo de Europa. Se reía escandalosamente de sus propios recuerdos o de sus rastas juguetonas. O tal vez se reía de mí. No recuerdo su nombre, pero recuerdo que no dominaba el catalán. Eso sí, hablaba fluidamente vasco y castellano. Había nacido en Barcelona, pero su madre era de Mondragón y su padre era un granadino que freía pescaditos en la Costa Brava. Les comenté que estaba intentado recabar información para elaborar un reportaje sobre la cantera rural de Ezquerra. Me miraron con guasa y se ofrecieron a proporcionarme todos los datos que desease solicitar, aunque me aclararon que ellos no pertenecían a Ezquerra, sino a una banda de heavy que aún estaba en pañales. Nos hallábamos en el interior de una cafetería que desempeñaba maltrechamente las funciones de casa cultural o de ramplona casa cultural que mantenía visible su anatomía de cafetería. Había un perro merodeando por entre las mesas y un viejo le daba palmadas en el lomo.
Hablamos mucho de gastronomía, de fútbol y de la vida nocturna en Cataluña. Al final no tuve más remedio que abordar la cuestión política. No me dijeron nada que no hubiera oído decir a otros jóvenes de su mismo origen y condición. En un momento dado, una chica del grupo, con unos magníficos tatuajes en los antebrazos, me preguntó qué pensaba yo, como español y madrileño, de sus sueños separatistas. Pedí una cerveza a la dueña de aquel recinto y luego dirigí los ojos al semicírculo de rostros que me estudiaban con socarronería payesa.
–Creo que Cataluña tiene que ser independiente –dije con seriedad.
–Estás de coña –exclamo uno.
–No jodas –dijo otro.
–Hablo en serio. No quiero parecer borde ni ofenderos, pero creo que es hora de que España deje de tocar las pelotas a Cataluña y de que Cataluña deje de tocar las pelotas a España.
–Tío, me has decepcionado –dijo el catalán vascoparlante en perfecto castellano.
–¿Por qué?
–Porque un madrileño que está favor de la independencia de Cataluña es un bromista, un mentiroso o un mal madrileño. No me fío de un español al que no le importa España. Oculta algo. Seguro que en el fondo eres un facha.
–Fui facha y ultra-sur en una época, pero aquello casi acaba conmigo. Me quitó tiempo para hacerme pajas y para comprender al sesudo Habermas. Ahora intento no andar cerca de las banderas; me producen arcadas.
Otro del grupo me comentó:
–Tu obligación es defender la unidad de España como la nuestra es hacer lo contrario. Eso es lo suyo y lo divertido.
–¿Defender la unidad de España? –pregunté con melancolía. –Bastante tengo con intentar saber quién soy. Si me preocupa la unidad de algo, es la unidad de mi mismo y de mis esfínteres.
Se quedaron mirándome con una mezcla de desprecio y de tristeza. Yo no era el simpático e inequívoco enemigo que ellos esperaban. Tras meditarlo unos segundos, decidí brindarles un par de mentiras piadosas. Les expliqué que me gustaba vacilar amistosamente a la gente y añadí que, por supuesto, me oponía de forma categórica al escenario de una Cataluña independiente. Aunque amoscados, recobraron paulatinamente la sonrisa y su buen humor. Llegó la cerveza. Brindamos.
Creo recordar que después hablamos de senderismo, de erotismo rural y de medusas. Eran simpáticos y, por un momento, deseé ser su padre. Cinco horas después, deambulaba por el barrio gótico de Barcelona y creo que, por unos instante, me sentí como en casa, aunque debo reconocer que había tenido una sensación similar durante mis francachelas por los lupanares de Tánger.