Carlos Fuentes escribió varias novelas voluminosas y totalizadoras y una novela sobresaliente: La muerte de Artemio Cruz, obra inapelable que deja patente la devoción de este narrador hacia William Faulkner. El escritor mexicano fue también autor de numerosos artículos y ensayos y el entusiasta ejecutor de Terra Nostra, un coloso narrativo con valiosas incrustaciones poéticas y oníricas que brinda bastantes páginas fulgurantes y no pocos pasajes marmóreos y grandilocuentes que solo los escasos y solitarios eruditos del futuro podrán justificar y elogiar. Hijo de un ilustrado diplomático, Fuentes también ejerció el oficio de la diplomacia y desempeñó esa otra diplomacia no menos engorrosa y loable que consiste en ser un mexicano universal que no escatima piropos a los españoles ni paños calientes a ciertos episodios de su historia en América.

         Fuentes fue un viajero, un librepensador, un sibarita elegante, curioso y disciplinado. Una vez dijo: “La ciudad de mis sueños sería una ciudad con arquitectura italiana, con música alemana, con comida francesa y en la que se hablase español”. También dijo: “Me gusta madrugar para ponerme a escribir pronto. Y, por supuesto, me gusta dedicar mi vida a hacer otras cosas que no sean escribir o leer, como Goethe, que cuando se cansaba de llenar cuartillas se dedicaba a la botánica o a perseguir doncellas”. No parece probable que Fuentes se creyera tan imprescindible como el Júpiter de Weimar. Sí parece verídico que pugnó por convertirse en un Thomas Mann o en un Robert Musil de tierra caliente. Si no consiguió igualar en hondura antropológica e histórica a estos u otros autores de la Europa Central que tanto admiraba, al menos logró igualar a esos autores en número de páginas escritas y publicadas.  

Fuentes hablaba fluidamente varios idiomas pero, como gustaba de confesar en las entrevistas, solo hacía el amor en español. A veces parecía más orgulloso de su vigor sexual que de su empuje literario. Pero, ¿acaso se puede atesorar el segundo sin desarrollar el primero? El autor de Gringo viejo recibió el Premio Cervantes y el Príncipe de Asturias de las Letras. Suponemos que no sería únicamente por emplear el castellano en sus lances eróticos. Cuando se le platicaba de la muerte de la novela, él sonreía con indulgencia, dando a entender con sus gestos y muecas burlonas que aquella sentencia solo podían apuntalarla quienes ya no eran capaces de escribir una novela o de algo que se le pareciera. Proclamó varias veces que él, panameño de nacimiento pero mexicano de corazón, cerebro y entrepierna, se sentía originario del territorio de La Mancha, la patria verbal y afectiva de los cervantinos. Una emotiva aunque tópica declaración que, sin embargo, siempre servirá para recordarnos que el idioma español es más indispensable e imprescindible (¿de verdad?) que la propia España, que el mismo México o que cualquier otro país hispanohablante.  

        Fuentes fue vanidoso. Fue humilde. Fue avasallador. Fue amable. Fue cosmopolita. Y, sobre todo, fue poderoso, un verdadero mandarín cultural. Tenía más amigos que enemigos. ¿Quién osa contradecir a un escritor con poder, con encanto, con tanto mundo y experiencia a sus espaldas? Se cuenta que tuvo sus fricciones con el no menos majestuoso Octavio Paz. Se cuenta que se reconcilió con Paz antes de que el poeta falleciera.

         Fuentes murió en México D.F. en mayo de 2012 de una afección cardíaca y ése es asunto que no precisa de adjetivos. Tenía 83 años y la convicción de que era un escritor primordial pese a no haber obtenido el premio Nobel. Era bromista y a veces parecía un niño feliz de vivir en un mundo tan extraño.